42k en las Islas Malvinas

Después de un largo tiempo de ahorro llegó el momento de la verdad, viajar a Malvinas en compañía de mi mujer, Jorgelina, y mi hijo.


Ya con todo resuelto emprendimos el viaje hacia lo que sería una experiencia única. El día anterior había tenido fiebre y fiel a mi profesión acudí a un arsenal farmacológico que por lo menos me permitiera correr.


Llegamos a Ezeiza bien temprano para hacer todos los trámites pertinentes y luego de dos horas de espera volamos hacia Santiago de Chile. En pleno vuelo pudimos ver la cordillera desde los 10000 metros de altura y como el día estaba libre de nubes el Aconcagua se dejó ver, deslumbrándonos con sus glaciares y su imponente cumbre nevada.


Arribamos a Santiago de Chile pasado el mediodía, nos encontramos con Marcelo de Bernardis y Manuel Méndez, los otros dos argentinos que correrían el maratón. Un remis nos llevaría al hotel donde pernoctaríamos, no sin antes pasar por un restaurant para hacer una buena carga de hidratos de carbono, los cuales serian necesarios para competir el día siguiente. Pasamos la noche en Santiago. La fiebre continuaba haciendo de las suyas, de todas maneras tenia bien claro que aunque fuese arrastrándome, el maratón lo correría.


Madrugamos y emprendimos viaje hacia el aeropuerto para embarcar hacia Punta Arenas, lugar de escala, para luego sí poner la proa hacia nuestro destino final, las Islas Malvinas.


Fue mientras estábamos en Punta Arenas aguardando que otros pasajeros embarcasen (la mayoría kelpers) un sentimiento inexplicable de extrañeza y al mismo tiempo de pertenencia se apoderó de mi. Era el primer contacto que tenía con las islas, “los kelpers”, personas de rasgos sajones, en general altos, con mejillas rubicundas.


Volamos durante una hora hacia Mount Pleasant (aeropuerto militar de las islas). Ya desde el avión se podían apreciar los pequeños trozos de tierra perdidos en el Océano Atlántico que rodean a las islas, para luego ver emerger a la “Gran Malvina”. Un nudo se hizo en mi garganta y mis ojos se inundaron de lágrimas.


Después de tanto viaje por fin tocamos “nuestra tierra”. Al bajar del avión fuimos recibidos por un grupo de militares que nunca respondieron a nuestro cordial saludo. Una vez sorteados estos individuos la primera imagen que se nos ofrecía era un cañón y un mortero (capturados durante el conflicto) que muy simpáticamente apuntaban hacia la escalerilla del avión desde la cual proveníamos. Realizados los trámites de migración, un bus se encargó de trasladarnos hacia la capital de las islas, Puerto Argentino o Puerto Stanley para ellos, 80 km distante.


A todo esto era sábado 19 de marzo y todavía quedaba conocer el lugar que nos hospedaría, era “Lafone House” cuya dueña, Arlette, nos haría sentir como en casa.


Finalmente llegó el día del maratón. El grupo de argentinos corredores estaba formado por Manuel Méndez, Marcelo de Bernardis, Federico Gargiulo y yo. Manuel pelearía y obtendría el primer puesto, nosotros trataríamos de hacer una buena carrera, en particular yo, que sería escoltado por un síndrome gripal durante todo el maratón. La entereza para poder correr sería alimentada una vez más por mi maravillosa mujer, Jorgelina y por Juan Martín, mi piojito, que me acompañarían en bicicleta a pesar del intenso viento y frio.


Tras tres horas y cuarenta y nueve minutos de carrera y sin haber dejado de sentir un espectro de emociones que van desde la felicidad extrema al desgarrante dolor físico que genera un maratón en condiciones climáticas tan adversas, cruzamos la meta, digo cruzamos porque como en todo momento importante de mi vida ahí estaría ella, Jorgelina, fiel como nadie en el universo.


El dolor había quedado atrás, ahora solo restaba disfrutar del logro conseguido, el haber hecho una de las cosas más placenteras en homenaje a todos los que hicieron tanto por nuestra tierra.


Los días en las islas son difíciles, puesto que para hacer hay poco y nada. El clima adverso complica aún mas el panorama. Arlette, una vez más, nos daba una lección de generosidad prestándonos su camioneta para recorrer las islas. Visitamos el cementerio argentino en Darwin, situado en la parte mas alta de una lomada, donde el viento es el actor principal golpeando cada uno de los rosarios que descansan en las cruces, generando un sonido campaneante que desgarra el corazón.


Homenajeamos a todos los caídos colgando bufandas en algunas de las cruces que resguardan nuestro suelo. La idea surgió de Mirta (la mamá de Jor), ella durante el conflicto tejió bufandas que nunca llegaron a destino, lo que no imaginaba es que estas prendas demorarían 29 años en llegar y que su hija y su nieto echarían por tierra la tristeza de creer que jamás abrigarían a los hijos de Malvinas.


En toda esa recorrida incluimos San Carlos (lugar del desembarco inglés) Darwin – Goose Green y monte Kent donde yacen los restos de dos helicópteros argentinos derribados durante el conflicto.


Quedaba poco en la cuenta turística malvinense, conocimos Gipsy Cove, hogar de los pingüinos magallánicos. Un lugar tan indescriptible como cualquiera de las siete maravillas del mundo. Sus arenas blancas como la nieve y sus aguas turquesa se abrían a nuestro goce. Solo restaba visitar los campos de batalla, Tonny, sería el encargado de llevarnos por los principales, Monte Longdon y Monte Tumbledown. Éstos son elevaciones de no más de mil metros de altura salpicados en su cima por enormes rocas que emergen desde la tierra puntiagudas, amenazantes, formando recovecos, cuevas, trincheras, que fueron el lugar donde nuestros soldados se refugiaron del clima y de las bombas.


El Longdon, lugar de la batalla más sangrienta, marcada a punta de bayoneta eriza la piel, en parte por su historia y en parte por la forma en que dispara la imaginación. Recorriéndolo encontramos restos de la batalla. Las esquirlas diseminadas por toda la altura nos hablan de la ferocidad de la noche del 11-12 de junio. Vainas de f.a.l. acompañan nuestro recorrido al igual que las cruces colocadas tanto por ingleses como argentinos, que indican el lugar donde cayeron quienes lucharon por esta altura.


Tonny nos contaba los detalles del avance del 3º Cuerpo de Paracaidistas Británicos y lo costoso y duro que fue para estos apoderarse de nuestro Longdon. A decir verdad no esperaban tan feroz resistencia.


Tumbledown, es un poco más alto y mucho mas rocoso que su hermano Longdon. Transitarlo sería harto difícil por culpa de sus enormes baldozones de piedra y por la turba húmeda y blanda, encargada que nuestros pies se mojen y exagerando un poco se empantanen. Si en el Longdon se formaban cuevas y recovecos aquí, en el Tumbledown, éstos se multiplicarían exponencialmente haciendo de este monte una verdadera fortaleza defendida por el BIM 5.



Los rezagos de la guerra aquí no serian la excepción, pero lo que realmente nos conmovió fueron las heridas de bala que presentaban las rocas que usaron nuestros hermanos para cubrirse del escalofriante fuego de los guardias galeses. Tonny, una vez más, nos explicaba detalladamente el combate por este monte, contándonos que cuando la metralla no era suficiente, las horrendas granadas de fosforo blanco y los misiles británicos serian los encargados de desalojar a los soldados de sus posiciones. Los cráteres, legado de ambos bandos artilleros, nos acompañaron durante todo el recorrido, recordándonos una vez más que esta tierra tan lejana y tan nuestra se ha cobrado un precio demasiado alto por un dueño, un dueño tan indiferente como nuestro inagotable y justo reclamo de soberanía.


Lentamente se acercaba nuestra partida, la cual esperaba, pero que paradójicamente, aún estando en las islas, ya las comenzaba a extrañar.
El retorno fue silencioso. Aturdidor fue sentirme despojado de algunos recuerdos del ´82 que cargaba en mi mochila pero que había descargado de mi memoria. Este olvido hizo que la guardia militar del aeropuerto revisase mis pertenencias hasta encontrar lo que es mío, lo que es nuestro, lo que es tuyo, lo que es de todos los que dieron todo por ésta, nuestra tierra...


Leandro Hidalgo
Argentina - Marzo de 2011
leahidalgo@hotmail.com



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