Cuando me estaba preparando el Maratón de Nueva York hice dos entrenos de 32 kilómetros. El segundo lo hice a buen ritmo y con 167 pulsaciones por minuto. Pero la siguiente semana estuve con un dolor bastante fuerte en el pecho, en la zona izquierda. En aquel momento era consciente de que mi modo de actuar era insensato pero, aun así, decidí no abandonar. Las dos restantes semanas hasta el maratón, entrené poco, mal y con las pulsaciones otra vez disparadas, por culpa del catarro.
Sobre el día de la carrera, en las calles de New York, bajé el ritmo al poco de empezar porque no era capaz de controlar las pulsaciones, y “decidí hacer mi carrera”. No se me quitaba la preocupación de la cabeza y al terminar la carrera me volvió el dolor y me duró las tres semanas siguientes. Aun así, sin que hubiera desaparecido del todo, corrí mi tercer diez mil y a la semana siguiente volvió el dolor, y muy intenso.
Después de cinco semanas sin ponerme las zapatillas, me dispuse a ver qué tal se me daba, e hice 20 kilómetros a un ritmo inconstante por no conocer el itinerario. Al día siguiente por la tarde, en la oficina, me volvió el dolor y, como la última vez, muy intenso. Ya no lo pensé más, y algo asustado, me fui a urgencias.
Ya en el Hospital, me hicieron un electro, una radiografía de la zona torácica y una analítica, y me diagnosticaron una rotura fibrilar intercostal. No debía hacer ningún esfuerzo durante un mes.
Pasado un mes aun tenía molestias, y busqué una segunda opinión. En esta ocasión me decanté por un reputado cirujano torácico, quien, después de hacerme varias pruebas me diagnostícó una neuralgia intercostal crónica debida a un golpe o un gran esfuerzo. El tratamiento posible es solo paliativo, es decir, calmantes para aliviar el dolor.
La semana antes del medio maratón, mi amiga Carmen vendría a Madrid a correr, y quería que corriéramos juntos. Le contesté que no, pero que me alegraba mucho de que ella lo hiciera y que, por supuesto, estaría allí animándola y quizás la acompañaría en la salida y la llegada a meta. Me hacía ilusión.
La víspera de la carrera estuvimos con Carmen y su marido Fernando en el teatro, después nos tomamos unas cañas y seguidamente hicimos la mitad del recorrido en coche, para que Carmen se pudiera hacer la idea de lo que se encontraría al día siguiente. Me acosté pasada la una. Tenía unas décimas de fiebre. Me desperté a las cuatro y media, me cambié la camiseta que tenía sudada y ya no pude dormir.
A las siete me levanté y, después de desayunar como un día normal, preparado como si fuera a correr, con mi bien ganada camiseta del Maratón de New York. Había quedado con Carmen y con mi amigo Lucio en el Retiro. Ya se sentía el ambiente de fiesta, también la ansiedad y la tensión de los participantes que calentaban y hablaban con cierto nerviosismo.
Empezó la carrera, Carmen cogió su ritmo, se notaba que tenía como objetivo un tiempo concreto. Yo decidí que intentaría terminar el recorrido, para lo cual, lo mejor que podía hacer era bajar el ritmo. Miré el pulsómetro y, sin sorpresa, observé cómo superaba las ciento ochenta pulsaciones.
Por mi cabeza pasaban todas las sensaciones que experimenté en la edición anterior, y me afloraban los mismo fantasmas: ¿Serán capaces de resistir mis músculos tantos kilómetros sin estar entrenados? ¿Comenzará el dolor en el pecho? ¿Seré capaz de controlar las pulsaciones? Decidí intentar aparcar las dudas e ir consumiendo los kilómetros hasta donde fuese capaz, sin más pretensión que la de avanzar metro a metro.
Hasta la Plaza de Alonso Martínez todo transcurrió sin incidencia. No sentía dolor alguno. Comenzaban las primeras subidas y todo transcurría bien. Llegó el primer punto de avituallamiento y aproveché para rellenar lo que había consumido de mi botella de medio litro. Seguí corriendo, los corredores no dejaban de pasarme. Cuando estaba llegando a Plaza de Castilla empecé a contemplar más en serio la posibilidad de llegar a meta. Por el contrario, también empecé a tener una sensación de desagrado: el número de animadores era considerablemente inferior al del año anterior y por delante de mí veía muchos claros. Era evidente que el pelotón ya había pasado y que sólo quedábamos los rezagados. Aun así, estaba contento, seguía en carrera sin haber tenido que parar en ningún momento.
Después de pasar el segundo avituallamiento, observé cómo los servicios de limpieza estaban trabajando a destajo, miré para adelante y para atrás y los claros superaban a los grupitos de corredores. La sensación era muy diferente a la del año anterior. Empecé a vislumbrar la opción de abandonar, ya que todo mejor que terminar recogido por el coche escoba. Pero, como me suele suceder en los momentos de crisis, afloró el coraje y me dije: “Después de no haber entrenado, cerrar el pelotón constituye un verdadero honor.
Seguía avanzando. Al comenzar la subida de María de Molina conocí a una pareja de corredores, Inés y David, nos hicimos unas fotos con la cámara de mi móvil e intercambiamos unas breves palabras, lo suficiente para subir los ánimos.
En el kilómetro 14 me ví forzado a parar porque me estaban doliendo los cuádriceps. En previsión llevaba en la riñonera. junto con los geles, el carnet, 10 euros, las llaves del coche y el móvil, una pomada específica para estos casos. Me la apliqué y, en no más de medio minuto, ya estaba otra vez en la carrera. Las pulsaciones habían bajado vertiginosamente, en torno a 150. Me alegré. Tenía capacidad de recuperación.
Ya estaba en las inmediaciones del Retiro y ya sentía el olor de la meta. La gente ya estaba en retirada, ya habían terminado su carrera y se les veía muy contentos. Yo seguía mi camino junto a pequeños grupos de corredores. De vez en cuando adelantaba a algunos corredores, esto me daba ánimos. Sólo pensaba en el siguiente obstáculo, el repecho de la calle Alfonso XII. Estaba encarando la cuesta con la intención de no parar, pero mis fuerzas fueron mermando y, a la mitad decidí continuar andando. Aproveché para regalar a mis cuádriceps y rodillas otra copiosa ración de pomada. Cuando superé la cuesta, volví a correr. Me costó bastante coger el ritmo. Realmente estaba muy cansado y sólo pensaba en cruzar meta para dejar de correr. Cuando encaré la última cuesta, la que va desde la Puerta de Alcalá hasta la entrada al Retiro, mis piernas no daban más de sí, tenía la sensación de que una persona andando a mi lado avanzaría más que yo corriendo. Los corredores y la gente que se iban del Retiro se esforzaban en animarnos.. El sufrimiento se dibujaba en la cara de todos los corredores que quedábamos en carrera. Por fin, entré en el Parque del Retiro. Sólo restaba una bajada suave y la recta final para el ansiado descanso. La bajadita la hice prácticamente al mismo ritmo que la última subida, cansino, cansino, muy cansino. Ya estaba en la recta final, miraba a todos los lados y no lograba ver caras conocidas, hasta que en la margen izquierda de mi marcha oí gritar mi nombre, giré la cabeza y ví cómo mi mujer y mi hija saltaban y gritaban. fue una inyección de moral que me impulsó los últimos metros como si no tuviera cansancio, como si hubiera corrido solamente 5 kilómetros.
Por fin llegó el momento soñado por todo corredor popular: pisar la línea. El orgullo de cruzar meta es difícil de trasladar a una persona que no lo haya experimentado. En esos momentos, los problemas y el mundo entero desaparecen y solo piensas en saltar de alegría, pero tus piernas no te dejan, no importa, es como si lo hicieras.
Terminé el recorrido en dos horas y cuarenta minutos.
Paulino Aparicio Garrido
Abril de 2012