Aquel domingo de abril, cuando salí de la boca de metro comiéndome una palmera de chocolate, me encontré con un río interminable de gente vestida de colorines que corrían calle arriba, y entonces recordé que en ese momento se estaba celebrando la Maratón de Madrid. Conviene aclarar que yo no había vuelto a correr en mi vida desde que hice el “test de Cooper” en el instituto (de hecho no lo llegué a acabar, a los dos minutos de empezar me entró un flato espantoso que me duró una semana y ya nunca más hice deporte).
Sopesé la opción de entrar de nuevo al metro para tomar otra salida pero como llegaba tarde a una reunión de trabajo, me terminé la palmera de dos bocados y me colé por debajo de una valla con intención de cruzar la calle sorteando a los corredores. No había dado ni cuatro pasos cuando fui absorbido por aquella masa ingente de atletas, que me rodearon por los cuatro costados obligándome a trotar a su ritmo para no ser arrollado.
Al principio me pareció divertido verme en esa tesitura, con mi traje, mis zapatos y el maletín en la mano corriendo Paseo del Prado arriba. Pero a los quinientos metros empecé a resoplar y las piernas se me fueron poniendo duras, así que traté de escabullirme. Lo intenté varias veces pero no había manera; aquellos corredores iban muy concentrados y formaban un escuadrón compacto y sin fisuras del que era imposible zafarse.
A los doce kilómetros, el grupo se disgregó y por fin pude escaparme de él. Pero cuando quise detenerme, casi sin aliento y con un flato de caballo, me sobrevino tal calambre en las pantorrillas que yo creía que me habían enganchado unas pinzas de batería de coche. Así que tuve que seguir corriendo porque cada vez que intentaba parar, los gemelos se me subían al cogote.
Unos kilómetros más allá, la boca se me empezó a secar como si me hubiera comido un polvorón de serrín. Sin dejar de correr, me bebí de un trago varios vasos de agua en un avituallamiento. Al lado del agua había unas mesas con bizcochos, así que cogí tres o cuatro y me los zampé al trote. No tenían mucho sabor, pero al menos estaban jugosos. “Deben de ser bizcochos borrachos”, pensé. Días más tarde me enteré de que lo que me había comido eran cuatro esponjas empapadas de agua que ponen para que los corredores se refresquen.
A partir del kilómetro veinticinco comenzó el DOLOR, con mayúsculas. Las piernas se movían solas, se habían independizado de mi cerebro y no acataban ningún tipo de orden. Tampoco podía soltar el maletín, tenía la mano totalmente agarrotada. El flato se me había extendido a todo el cuerpo, y el corazón y parte del hígado se me salían por la boca. Si me hubieran pasado la escala de valoración del dolor de cero a diez que usan los médicos, habría dicho un doce. Creía que me iba a morir, pero a morir de verdad, de tener que enterrarme después. Lo de las pantorrillas ya no eran calambres, era como si me estuvieran aplicando un soplete en cada una de ellas. Esos quince kilómetros los hice gritando.
De repente, en el kilómetro cuarenta dejé de sentir dolor y de gritar; no sentía nada. Veía mis piernas moverse solas como si no fueran mías, todo estaba borroso. El público jaleaba a los corredores, pero yo no los oía. “Ya está”, pensé, “me he muerto”. Varias personas me dijeron después que ese tramo lo hice llorando, con la mirada perdida y diciendo "cá... cá... cá...".
Crucé la meta con el maletín en la mano, el traje empapado en una mezcla de sudor y sangre, los zapatos con la suela desecha y la cara llena de lágrimas. Quise parar de correr, pero mi maldito cuerpo no me obedecía. Me dirigí hacia la carpa donde daban masajes a los corredores y me lancé sobre una camilla vacía dando un alarido. Caí boca abajo y acto seguido las piernas se me acalambraron de tal forma que me quedé apoyado solamente sobre el vientre, arqueado como un escorpión a punto de atacar.
Entre cuatro fisioterapeutas consiguieron bajarme las piernas, pero no pudieron darme ningún masaje porque al mínimo roce se me tensaban como la cuerda de una ballesta. Me pusieron de pie, completamente rígido, me echaron una toalla por encima de los hombros y me dijeron que me fuera a casa. Cuando intenté dar el primer paso, perdí el conocimiento.
Desperté dos días después en una cama del Hospital Gregorio Marañón. Un médico me explicó que ingresé con algunos órganos vitales colapsados, obstrucción intestinal y el ácido láctico saliéndoseme por las orejas.
—Tuvimos que cortarte la ropa con tijeras para poder quitártela —añadió—. Lo que no hemos podido retirarte son los calcetines, los tienes pegados a la piel de los pies. Mañana te los quitarán en el quirófano.
Después reparé en unas gasas que me cubrían las tetillas.
—Ya no tienes pezones —me aclaró—, los has perdido del roce con la camisa. Por cierto —dijo antes de salir de la habitación—, la próxima vez que corras una carrera, cosa que no te recomiendo que hagas en los próximos dos o tres años, si te da hambre cómete una barrita energética. O un bocadillo, o incluso unas lentejas si quieres. Los humanos comemos de todo, pero esponjas no. Es mejor no comer nada que comerse una esponja. Hazme caso.
Dos semanas después me dieron el alta médica y me fui a casa, aunque las piernas me seguían doliendo y tenía los pies aún en carne viva. No conseguí dar dos pasos iguales hasta ocho meses después.
Desde aquel día tengo pánico a las carreras, me da miedo ser engullido por una de ellas y volver a sufrir aquel calvario. De hecho, todos los años anoto en rojo la fecha del maratón para tenerla bien presente y no salir de mi casa bajo ningún concepto. Ni aunque se esté quemando.
Por cortesía de El Capitán Carallo